Con la boca seca, desperté de mi cama, con los ojos clavados en la pared, tensionado a mil, mi pequeño cuerpo. No eran más de las tres de la mañana. -Mamá -Grité. Vi a mi madre muerta en un maldito sueño.
Aquella noche ya no pude dormir, quería a toda costa permanecer despierto. La pesadilla estaba a la espera de mi descuido, al acecho para clavarme el puñal de nuevo. Y en el sitio donde más le duele a un niño de siete años, en la honda herida de perder a lo que más se quiere de pequeño.
Ese día abracé a mi madre como nunca recuerdo haberlo hecho. Mamá besó mi frente, acarició mi pelo y me susurró al oído: te quiero. La cocina olía a tostadas, a viernes y a café recién hecho. Qué felicidad, perder de vista a mis compañeros del colegio, aunque solo fuera un par de días, cientos de libres momentos.
Esa mañana el autocar del colegio tardó en venir, llovía muchísimo, oscuro día, siniestro. Acurrucados en un soportal, junto a un supermercado de barrio, esperábamos mi hermano, yo y varios compañeros. Permanecí mudo hasta que nos recogieron, todavía tenía en mi mente aquel horrible sueño. Me pasé todo el trayecto perdido y medio dormido, reposando la cabeza sobre el frío cristal del viejo autocar, desde Alcorcón hasta Campamento. Por la ventana asomaba el invierno, la naturaleza caminaba triste, de vuelta a casa tras despedirse del hermoso otoño, ya viejo. Cuando quise darme cuenta, mis ojos clavados estaban en la puerta del colegio. Sentí miedo, de nuevo mucho miedo, ya no quedaba nadie en el patio, las clases ya habían dado comienzo. Entré por la puerta lateral, caminé por un largo pasillo hasta llegar a mi clase: 2º C, mi pequeño infierno.
Era un niño de piel clara, de pelo castaño, ojos grandes y de mirada perdida en el cielo. Un chiquillo de carácter tímido, semblanza un poco triste, pero en casa, incluso risueño. Sacaba buenas notas, tocaba el piano y de la tele los anuncios eran mi entretenimiento. Era de pocos amigos pero jugaba continuamente con mis sueños. Me gustaba hablar con los mayores, cuidar de mi hermano, estudiar y mi compañero Ángel, mi oscuro secreto. Su pelo negro olía a champú de frutas, era delgadillo, poco más de mi amigo recuerdo. Por entonces no entendía muy bien mis sentimientos, pero sabía con certeza que era lo único bonito de aquel año, de aquel curso, de aquel universo que aún no entiendo.
Estuve inmóvil junto a la puerta de clase, paralizado como el personaje de un cuadro que se esconde esperando a no ser descubierto. Los latidos de mi corazón se peleaban y atropellaban en mi pecho, mis pequeñas manos sudaban llanto, y es que mi suerte ya se estaba tejiendo. Los nervios pellizcaban mi estomago, el miedo me tenía atrapado, atado el alma, en el sombrío pasillo de las aulas de los más pequeños. Respiré profundamente, di dos golpes en la hoja de la puerta, me adentré en el aula, no sin antes, pedir permiso y allí comenzó de nuevo mi sufrimiento.
Mi pupitre estaba al final de la clase y como era de esperar, llegar hasta mi mesa se me hizo eterno. Comenzaron las burlas, los insultos, incluso alguna que otra zancadilla, inocente patadita de por medio. Es como si el mundo se pusiera de acuerdo para sentenciar a muerte a un inocente e indefenso reo. Todo parecía un partido amañado en el que el árbitro hacía que no veía, miraba para otro lado y la historia se repetía de nuevo. Y es que en un colegio de curas, el tema “marica” era tabú, ciencia ficción, de todo, menos cierto. “Cállense”, “silencio, por favor” es lo único que de la profesora recuerdo. Y eso aún hacía que me sintiera peor, pues aquello parecía alboroto y no la humillación a un niño aún muy pequeño.
Ese día en el patio una buena paliza me dieron, escondí a mis padres mi dolor y mil cardenales por todo el cuerpo. Pues en mi piel tatuado “marica” y en color morado se descubriría mi gran secreto.
Han pasado cuarenta años, tengo una familia que me quiere, grandes amigos y un trabajo que me llena por entero. Y cuando aún me despierto sudando y reviviendo aquel tormento, tengo a mi lado a la persona que más quiero, a mi amado compañero. Y él besa mi frente, acaricia mi pelo y me susurra al oído: te quiero.